ARGUMENTOS PROGRESISTAS N.º 53, septiembre-octubre 2023

LA BATALLA CULTURAL CONTINÚA

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Antes de las elecciones del 23-J se esperaba una gran victoria de la Derecha, y sin embargo eso no llegó a suceder. ¿Por qué? La Derecha había hecho prevalecer en la conciencia colectiva –y sobre todo en la más abierta a sus argumentos– una visión falseada de la realidad. Zapatero comenzó a mostrar el error de esa visión, y luego el PSC. El resultado ha sido que muchos votantes han discernido de manera más crítica acerca de la veracidad de una u otra concepción. La importancia de la confrontación cultural se percibe, por ejemplo, en la manera de considerar los nacionalismos periféricos

Son tantas las cosas que han ocurrido, que conviene no perder la perspectiva. ¿Cuántos de nosotros hubiéramos apostado el 29 de mayo, cuando se convocaron las elecciones el 23 de julio, que iba a ser posible parar la victoria que parecía cantada de la coalición entre el PP y Vox?

Revertir la situación parecía imposible. Se había perdido en Madrid, en el País Valenciano, en Andalucía; se habían perdido los gobiernos de Aragón y de Baleares; el gobierno de Extremadura estaba en el alero, y se iban formando coaliciones de gobierno municipal entre el PP y Vox. Algo, sin embargo, comenzó a cambiar a partir de dos momentos de la campaña que tienen que ver con la batalla cultural. Entendamos por batalla cultural la lucha por las representaciones sociales, los imaginarios, el sistema de valores y las actitudes que constituyen el universo simbólico de una sociedad. Una batalla que se plasma en la forma de entender la nación.

Durante muchos años el PSOE lograba victorias electorales, al ser el partido mayoritario en Cataluña y en Andalucía. Esto fue así incluso cuando se produjo la victoria ajustada del Partido Popular en 1996 y el PSOE logró consolidar el gobierno andaluz. A partir de aquel momento, el Partido Popular se hace fuerte en Madrid y en Valencia y el PSOE resiste en Andalucía, Extremadura y Castilla la Mancha y en Cataluña. Muchas de las cosas que hemos vivido se deben a la percepción del pasado que anida tanto en el PSOE como en el PP.

Toda la lógica electoral del PP se basaba en dar por supuesto que, tras un triunfo tan arrollador en las municipales y en las autonómicas, era inevitable triunfar en las elecciones generales. No sólo el PP pensaba así; recordemos que Iván Redondo llegó a pronosticar 161 diputados para el PP y 29 para Vox. Si esta era la percepción de muchos, la pregunta es cuándo se produjeron los momentos de inflexión de esa tendencia y qué podemos aprender de esta experiencia.

El primero se produjo con la intervención del Presidente Zapatero en la Cope. Para sorpresa de los contertulios del programa, en el reino dominado por Carlos Herrera, Zapatero recordó un hecho fundamental: fue con su gobierno cuando se acabó con ETA. Parece una obviedad, pero no lo es tanto si pensamos que todo el imaginario de la derecha se funda en un relato según el cual España va a desaparecer al haber cedido a las pretensiones de los separatistas; un proceso que, a juicio de Mayor Oreja, comenzó con el gobierno de Zapatero. Estamos –ha dicho en numerosas ocasiones el ministro del interior de Aznar– en la democracia de ETA, estamos en manos de los herederos del terrorismo.

Este discurso ha ido calando en sectores de la sociedad a los que queda muy lejos octubre del 2011, cuando se produjo el anuncio del cese de la violencia. Muchos no saben a qué atenerse y no acaban de aclararse sobre el final de ETA, el inicio del proceso independentista en Cataluña y la Ley de Memoria Histórica. No saben quién tiene razón, y de ahí la relevancia de la batalla cultural.

Por eso fue muy importante la contundencia de Zapatero y su recuerdo de todas las víctimas que habían sufrido por el terrorismo, muchas de ellas socialistas. Fue decisivo recordar que la democracia había triunfado, que ésta no era la democracia de ETA, y que la derrota se produjo sin concesiones políticas. Para muchos fue una novedad absoluta; nunca le habían oído hablar con esa claridad, con esa contundencia y con esa fuerza. Alguien entraba al trapo y rebatía el argumentario de la derecha en su propia casa.

El segundo momento se produjo en el mitin del PSC en Barcelona. En pocos momentos se percibió con tanta claridad el reconocimiento de los ciudadanos catalanes a la valentía del gobierno al haber aprobado los indultos. Las caras de alegría por haber superado los peores momentos del procès independentista y la división de la sociedad catalana hacía pensar que algo podía ocurrir. Y efectivamente ocurrió: 19 diputados del PSC y siete de Sumar. Se había dado un vuelco a la situación, que muestra que son muchos los electores que viven con pavor la llegada de un gobierno PP y Vox, que amenace el proceso de distensión que vive la sociedad catalana.

A partir de ese momento hemos vivido, estamos viviendo, el desconcierto del Partido Popular que no sabe a qué atenerse y por donde tirar. Por un lado, afianza todos los gobiernos con Vox; por otro trata de mostrar un perfil propio que le permita alcanzar el sueño de conseguir una mayoría absoluta sin acuerdos con Vox, reduciendo a éste a la irrelevancia, hasta alcanzar su desaparición.

La derrota de las expectativas ha generado una enorme frustración en todos los que habían centrado la campaña en elegir entre Sánchez y España y se han encontrado con que hay otra forma de entender España que está ahí, y ha logrado detener la ola reaccionaria que asola Europa. Los amigos de Meloni han tenido que esperar a otra ocasión, que se dará en las próximas elecciones europeas, cuando intenten aunar a la derecha con la extrema derecha.

No debemos desconocer que hay otro gran derrotado en estas elecciones. Un derrotado que compite electoralmente con otro derrotado y que tienen en su mano la investidura. Nos referimos al independentismo catalán. Pensar que las fuerzas españolistas de izquierda, las que habían pactado el ayuntamiento de Barcelona, obtienen 19 y siete diputados, frente a los catorce de ERC y el partido de Puigdemont, aventura una legislatura muy complicada. Son menos, pero tienen en su mano la investidura y la gobernabilidad. Este malestar se puede visualizar en los resultados obtenidos por Gabriel Rufián.

Si alguien es conocido en los medios y en las redes, si alguien ha tenido protagonismo parlamentario y mediático, ha sido el portavoz de ERC en el Congreso de los Diputados. El resultado en Santa Coloma en las municipales y en las generales, es un varapalo a la pretensión de ir penetrando en el Baix Llobregat, de ir calando en el votante socialista hasta hacerlo independentista; es un varapalo que debería dar que pensar y reconocer que Cataluña es plural, que hay una parte de ella que quiere compatibilizar catalanismo, europeísmo y españolismo. Esa identidad está ahí y no se corresponde con el unitarismo español de Vox y el PP, pero tampoco con el independentismo.

Algo parecido ocurre en el País Vasco. Llevamos años oyendo que el Partido Socialista es cómplice de los nacionalismos; es la tesis sustentada por UPyD y por Ciudadanos. Muchos de sus cuadros abominaron de los socialistas por ser cómplices de los nacionalistas, y hoy se encuentran con la sorpresa de que el PSC y el PSE son la primera fuerza en Cataluña y en Euskadi, mientras ellos han desaparecido. También da que pensar.

El resultado electoral puede propiciar acuerdos como los que ya se han producido para aprobar los presupuestos del gobierno de la Generalitat y para compartir del gobierno en Euskadi pero unos y otros son conscientes de que estamos ante dos modelos distintos de entender la nación. Para los nacionalistas, la lengua implica una cultura, una personalidad, una identidad que debe ser preservada para proteger el sentimiento nacional, pero ese sentimiento debe conducir a una afirmación de la nación cultural como una nación política con una soberanía plena, hasta alcanzar un estado independiente dentro de la Unión Europea.

No es la posición de los socialistas ni la de Sumar. Tampoco la de esos miles y miles de electorales catalanes y vascos que son de izquierdas pero no son independentistas. Este es el motivo por el que la lucha cultural continúa y no ceja. Es una lucha donde la cuestión territorial va a adquirir una gran relevancia, si es que alguna vez la ha dejado de tener. Para dar esa batalla es muy importante mirar hacia el futuro, pero también hacia el pasado. A ese pasado que se expresa en las controversias sobre la memoria.

Piense el lector en dos ciudadanos españoles apresados por la Gestapo, entregados a Franco y fusilados por la dictadura. Uno de ellos, Lluis Companys, es recordado todos los años. Otro, gran historiador, magnífico periodista, se llamaba Julián Zugazagoitia. Escribió uno de los mejores libros sobre la Guerra Civil, y yace en el más profundo olvido, más allá del reducto de los especialistas donde es reconocido.

Estamos en un momento en el que los independentistas no van a bajar la guardia, porque dejarían de ser independentistas, pero donde la derecha dice cosas que eran completamente minoritarias en la Transición. Pongo un ejemplo para terminar. Toda la transición ha sido enaltecida, celebrada, rememorada, como el gran acuerdo entre Adolfo Suarez y Santiago Carrillo, que permitió la legalización del PCE y la aceptación de la monarquía y de la unidad nacional. Hemos oído este relato una y mil veces. La sorpresa viene cuanto a la hija de un dirigente de ese PCE y de CCOO, se la reprocha continuamente el ser comunista, como si la transición española hubiera sido posible sin el papel del PCE y de CCOO. La forma de hablar de la derecha política acerca de un gobierno independentista, terrorista y comunista muestra que la batalla cultural va a continuar. Una batalla donde las izquierdas tienen que afianzar un relato propio frente a unitaristas e independentistas, un relato que recoja lo mejor del republicanismo, del federalismo y del laicismo, como he señalado en otras ocasiones en estas páginas de Argumentos.

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