AP4707 UNA TRANSICIÓN FISCAL JUSTA
ARGUMENTOS PROGRESISTAS N.º 47, agosto-septiembre 2022
UNA TRANSICIÓN FISCAL JUSTA


Tras la Dictadura, el sistema tributario español partía de un retraso en progresividad y suficiencia. Posteriormente, la ofensiva contra la progresividad que desencadenaron Reagan y Thatcher influyó en un nuevo retraso. Sin embargo, el mismo FMI ha mostrado la inconsistencia de los postulados liberales extremos. Las reformas, orientadas en unos casos a una mayor progresividad, y otras veces también a la equidad o la suficiencia, han sido dispersas y parciales. Es necesaria una reforma fiscal diseñada desde una perspectiva más global y ambiciosa
Como consecuencia de la dictadura franquista, España se sumó a la transición fiscal del siglo XX, que conllevó la implantación de los estados de bienestar en Europa tras la Segunda Mundial, con un considerable retraso. Así, hasta finales de los años 70, tras la reforma fiscal iniciada en 1977, no pasamos página al injusto y raquítico sistema tributario de la dictadura, basado principalmente en la imposición indirecta.
Este retraso en la adaptación de nuestro sistema tributario a los principios de progresividad (para hacer efectivo el concepto de justicia fiscal, sirviendo al objetivo de la redistribución de la renta y la riqueza, contribuyendo a la reducción de las desigualdades) y suficiencia (con la intención de poder atender los gastos necesarios para la instauración y mantenimiento del Estado social y democrático de derecho, contemplado en el artículo 1 de nuestra Constitución), hizo que en dicho empeño tropezáramos pronto con el cambio de rumbo que en el ámbito fiscal se empezó a fraguar más allá de nuestras fronteras.
Las políticas de Margaret Thatcher, en Reino Unido, y Ronald Reagan, en EE. UU., pusieron en valor la teoría neoclásica de la incidencia impositiva, según la cual, en el escenario ideal no existirían los impuestos, siendo el mal menor que, de haberlos, mejor que fueran indirectos. Para esta teoría, los impuestos directos producen mayores y más costosas distorsiones en la asignación de recursos. Y en este sentido, se ha venido manteniendo durante años el mantra de que la progresividad lastraba el crecimiento económico.
Sin embargo, de la teoría de la tributación óptima, recogida por el Fondo Monetario Internacional recientemente, desde su Informe Monitor Fiscal de octubre de 2017, se desprende que las tasas de tributación marginal aplicadas a quienes ganan el máximo, tendrían que ser significativamente más altas que las actuales, que han venido retrocediendo. Progresividad decreciente que sería una reacción a las inquietudes en torno a los posibles efectos negativos de la progresividad en el crecimiento, y que según el propio FMI no estarían respaldadas por los resultados empíricos. Por lo tanto, continúa el informe, las economías avanzadas con niveles relativamente bajos de progresividad en términos del impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF) quizá tengan margen para subir las tasas impositivas marginales máximas sin trabar el crecimiento económico.
Una consecuencia de ese retroceso en la progresividad, es la ineficacia del sistema para reducir la creciente desigualdad, que ha pasado a ser uno de los principales problemas económicos en la actualidad. Y así, para el FMI, aunque cierto nivel de desigualdad es inevitable en un sistema económico de mercado, un grado excesivo de la misma puede erosionar la cohesión social, conducir a la polarización política y, en última instancia, reducir el crecimiento económico.
En dicha línea de retroceso de la progresividad, se fueron introduciendo cambios en nuestro sistema tributario, como la implantación de la dualidad del IRPF, por la que los rendimientos de capital comenzaron a ser gravados en menor proporción que los del trabajo y de las actividades económicas, sucesivas bajadas de los tipos de gravamen tanto en el IRPF como en el Impuesto de Sociedades, junto a beneficios fiscales en este último y otros instrumentos que impulsaban la posibilidad de eludir, en mayor o menor medida, el pago de los gravámenes que, de acuerdo con su capacidad económica, deberían pagar determinados sectores de contribuyentes. Hasta las recientes bonificaciones y bajadas en los impuestos sobre la riqueza cedidos a las CCAA, en esa espiral de competencia a la baja iniciada hace ya unos años.
En consecuencia, y aun cuando al inicio de nuestro sistema democrático se sentaron las bases para hacer efectivos los principios de generalidad, igualdad y progresividad que estableció en aquel momento nuestra Constitución en su artículo 31.1; lo cierto es que casi 50 años después, el resultado no ha sido el más deseable.
Desde hace años, las reformas que se han abordado no han sido sino meros parcheos, con mayor o menor justificación, en función de las circunstancias y de los objetivos coyunturales, que han contribuido a desdibujar el sistema tributario, acrecentando sus problemas. Y en este sentido, los sucesivos gobiernos siempre han ido postergando la necesaria reforma completa del sistema, obviando las recomendaciones de las distintas comisiones nombradas para que informaran al respecto, cuyos informes han ido quedando en papel mojado.
El último fue publicado a finales del pasado mes de febrero. Y en su acto de presentación la Ministra de Hacienda ya descartó seguir en este momento buena parte de sus recomendaciones, dada la situación de la invasión de Ucrania por Rusia y las sanciones impuestas por Occidente a Moscú.
Así, y ante el reto que conllevará la transición digital y climática en marcha –con la necesidad de implementar una fiscalidad verde ambiciosa y acorde con nuestros compromisos europeos–, no podemos olvidar los graves problemas que hoy en día tiene nuestro sistema tributario. Problemas relacionados con la insuficiente equidad, derivados en ocasiones de la escasa tributación de algunas actividades digitales y, por tanto, de la imperiosa necesidad de hacer efectivo el principio constitucional de justicia fiscal; así como vinculados con la baja recaudación en relación con la media de los países de la UE, a los que hay que sumar la agravada situación de incumplimiento fiscal, que nos sitúa a la cabeza de los países de nuestro entorno en nivel de economía sumergida y fraude fiscal.
Así las cosas, el Plan Next Generation EU aprobado por el Consejo Europeo el 21 de junio de 2020, y que supone el mayor instrumento de estímulo económico financiado por la UE, tiene como premisa mitigar los daños causados por la pandemia, pero con el objetivo de que Europa sea más ecológica, más digital y resiliente a los cambios y retos del futuro.
En este sentido, y como se señala en el preámbulo del informe España 2050 Fundamentos y Propuestas para una Estrategia Nacional de Largo Plazo:
“La crisis provocada por el coronavirus contribuirá a acelerar las transformaciones necesarias. Los efectos dramáticos de la pandemia han recordado a la sociedad española la importancia de llevar a cabo reformas que nos permitan ser más resilientes en lo social, lo económico y lo medioambiental, han acelerado tendencias de modernización en lo público y en lo privado que estaban pendientes”.
Pero estas transformaciones necesitan ir acompañadas inexorablemente de la también pendiente reforma fiscal, que adopte las correspondientes medidas en los distintos ámbitos, pero sin poner en riesgo los principios de justicia fiscal que establece la Constitución.
España cuenta con todos los ingredientes para converger con los países más avanzados de Europa, se señala en el mismo preámbulo del informe España 2050, olvidando que nuestros niveles de presión fiscal están por debajo de la media de los países de la Unión, y muy por debajo de la de los países más avanzados, como son los de la UE 8. Y también se olvida que nuestro nivel de economía sumergida y fraude fiscal está muy por encima de la media europea y más de la de los citados países.
Por todo ello, es imprescindible abordar la reforma fiscal, con el foco puesto de manera destacada en esa necesidad de dotar de mayor equidad al sistema, inspirándose en los principios de generalidad, igualdad y progresividad del artículo 31.1 de la Constitución. Pero, además, esto debe hacerse teniendo en cuenta la necesidad de luchar contra el fraude fiscal y la economía sumergida de forma decidida y desplazando la lupa del control tributario hacia las grandes bolsas de fraude de grandes empresas y fortunas.
Junto a las medidas impositivas que restablezcan ese equilibrio fiscal, tanto en los impuestos sobre la renta de las personas físicas, como sobre los resultados de las sociedades y sobre la riqueza, es necesario adoptar las necesarias para hacerlas efectivas, lo cual pasa por un cambio del modelo de control. Modelo que ahora está más centrado en las discrepancias entre lo declarado y la información disponible respecto de trabajadores, autónomos y pymes, a cuya gestión y control se destina el mayor esfuerzo, y que debería centrarse en mayor medida en las grandes empresas y fortunas.
En este sentido, la Ley de Prevención del Fraude aprobada el pasado año señala en su exposición de motivos que se deben concentrar esfuerzos en el control de los y las contribuyentes con grandes patrimonios, así como en sus entornos societarios y familiares, a fin de favorecer el correcto cumplimiento de sus obligaciones tributarias. Donde igualmente reconoce que las modificaciones legales aquí contenidas deban acompañarse de determinadas medidas organizativas y operativas que, adecuando a la Administración Tributaria del Estado al contexto económico, la sitúen al nivel de los países más avanzados
Sin embargo, el texto de la Ley, que incluye algunas medidas que podrían contribuir a una mejora del control tributario, no aborda el de la organización y racionalización de los recursos personales necesarios a tal fin. Organización de recursos que necesariamente pasa por un aumento de efectivos, pero también por la optimización de los actuales, de manera que los Técnicos dejemos de tener las manos atadas en la lucha contra el gran fraude, para evitar que en la próxima década se siga centrando el 75% de las actuaciones de control en el IRPF de particulares y autónomos, para descubrirles una deuda media inferior a los 1000 euros.
No obstante, y como también reconocía recientemente la Agencia Tributaria, el control del Impuesto de sociedades sigue siendo un auténtico “erial”, que demuestra la incapacidad para el control de dicho tributo, cuya recaudación –y no por casualidad– sigue siendo un 42% inferior a la de 2007.
Por ello, desde Gestha ya señalamos que esta ley tendrá el mismo defecto sustancial de las anteriores leyes contra el fraude fiscal de 2006 y 2012, las cuales no lograron reducirlo al no recoger un refuerzo de las plantillas para luchar contra los grandes evasores. Y esta cuestión, de no corregirse ahora, al afrontar la próxima reforma fiscal, echará por tierra la Estrategia 2050, que prevé situar la economía sumergida en el equivalente al 15% PIB en 2030 y converger en 2050 con la UE, rebajándola hasta el 10%.
De lo contrario, el fraude será un problema muy serio cuando el Gobierno deba aplicar la reforma fiscal, si finalmente se llega a abordar, porque unos 38.000 millones se evaporan por el diferencial de economía sumergida respecto a la media de la UE, así como cuando trate de cumplir el objetivo de presión fiscal del 43% en 2050 para financiar el aumento del gasto público en protección social hasta la media de la UE-8.
Por último, desde Gestha entendemos que en este momento de importante aumento del gasto para mitigar las consecuencias de la crisis, se hace más necesario, si cabe, acometer una reforma de los órganos de control en cuanto a su organización y procedimientos. Reforma que debe ir de la mano del establecimiento de un régimen eficaz de exigencia de responsabilidades al gestor del gasto, así como del órgano que ejerce el control para evitar dispendios, gastos innecesarios o la inversión en infraestructuras poco viables o eficientes.
En definitiva, el control del gasto público, junto a un sistema tributario justo y suficiente y una efectiva lucha contra el fraude fiscal, constituyen elementos fundamentales para el mantenimiento y refuerzo del Estado social de derecho reconocido por el artículo 1 de nuestra Constitución y, por tanto, una premisa imprescindible para abordar la transición hacia un país más ecológico, más digital y resiliente a los cambios y retos del futuro.