AP4807 A LA OFENSIVA Y SIN COMPLEJOS. CLAVES PARA UNA NUEVA AGENDA PROGRESISTA
ARGUMENTOS PROGRESISTAS N.º 48 noviembre-diciembre 2022
A LA OFENSIVA Y SIN COMPLEJOS. CLAVES PARA UNA NUEVA AGENDA PROGRESISTA


Debemos romper con los mantras heredados del neoliberalismo, y que incomprensiblemente una parte de la izquierda ha terminado comprando; en especial en relación al debate de los impuestos. La izquierda debe recuperar el ritmo a la hora de confrontar modelos ideológicos, y no terminar abocada a realizar pequeñas enmiendas a los planes de otros, que a la vista de la experiencia no eran tan irrefutables como se presentaban. En España y en Europa es necesaria una reforma fiscal fuerte, que revierta la falta de recursos públicos y la carga de estos sobre los trabajadores, asalariados o autónomos
Tras la crisis económica de 2008, en toda Europa, y en especial en los países mediterráneos, vivimos una década perdida marcada por un alto índice de desempleo y unas políticas austericidas que terminaron por poner en riesgo el modelo social que había imperado hasta la fecha. En aquellos años, fuimos muchos los españoles –jóvenes y no tan jóvenes– que nos sentimos defraudados por los partidos políticos tradicionales, y la respuesta indistinguible que dieron ante la crisis económica y social. En ese contexto, mucho nos vimos en la necesidad de tomar la iniciativa y levantar alternativas políticas de diversa naturaleza, con una vocación común: reconectar con las mayorías sociales.
14 años después de aquella crisis y 11 años después del 15M, enfrentamos una nueva crisis cuya profundidad y alcance aún no vislumbramos. Tras superar la pandemia derivada de la COVID19 y ante la incipiente recuperación, un “cisne negro” en forma de guerra ha vuelto a poner nuestro presente y nuestro futuro en jaque. La guerra en Ucrania, como ocurrió con la pandemia, se presentó como un evento imprevisible, o cuanto menos, motivado por decisiones que superan con creces el ámbito de la política nacional, por más que sus efectos se estén reflejando con gran crudeza en la vida cotidiana de todas las familias españolas.
Durante la pandemia comprobamos, una vez más, como el Estado social operaba como una barrera de protección –quizás la última– frente a la incertidumbre y el desorden al que nos abocaban las leyes del mercado en un contexto de gran vulnerabilidad social. A estas alturas, nadie duda de que el gasto público en sanidad, en materia de dependencia, en servicios de emergencia o en investigación y ciencia, ha sido decisivo para superar la pandemia y proveer de bienestar a la sociedad en un momento adverso. Allí donde el Estado era más débil, menos eficaz o directamente estaba desmantelado, ha sido donde el virus más daño ha hecho.
La guerra que se está librando a las puertas de la Unión Europea nos ha obligado a una completa revisión de nuestra política energética y de consumo. Las naciones europeas han tenido que recurrir, sin excepción, al Estado para poner freno a una situación de capitalismo desbocado. Lejos de estar ante una turbulencia coyuntural, la actual crisis energética muestra signos de ser un primer episodio de una crisis derivada del modelo de crecimiento infinito en un planeta con recursos finitos. La Unión Europea y España pudieron estar más preparadas para estas inclemencias, pero la transición ecológica siempre fue una tarea que las grandes empresas, en colaboración con gobiernos de distinto signo, dejaron para otro día.
Afrontamos, como en 2008, un periodo de inestabilidad y riesgos. Una situación que podríamos resumir en datos fríos, pero que, como sabemos, se verá reflejada de una forma mucho más plausible en el día a día de los ciudadanos: en nuestros trabajos, en la forma en que nos relacionamos o en los planes que podremos –o no podremos– hacer. Si la austeridad y el desempleo fueron las herramientas de disciplinamiento social que las élites eligieron en 2008, la fiscalidad regresiva parece haberse convertido en la bandera que enarbolan los herederos de aquella Europa que lejos de nuestras fronteras, muchos dieron ya por fracasada. Basta comprobar como líderes europeos que antaño defendieron la reducción del gasto público como salida a la crisis, hoy defienden la intervención pública en sectores estratégicos, y los fondos europeos.
Sin embargo, a pesar de que una parte de la derecha europea parece haber aprendido la lección de 2008, hay otra aparentemente dispuesta a incurrir en los mismos errores. La derecha española, en sus dos versiones –neoliberal conservadora y neoliberal autoritaria–, ya ha anunciado su hoja de ruta y se dispone a ejecutarla allí donde pueda. La vía madrileña de Ayuso encontrará aliados en Reino Unido y en Italia con bajadas de impuestos a quienes más tienen y cierres, recortes y privatizaciones para reducir los costes.
Ante esta situación, la izquierda debe preguntarse qué papel quiere jugar. Si queremos ser creíbles ante la ciudadanía y no incurrir en los errores que tras las crisis de 2008 propiciaron el gobierno de Rajoy, deberíamos empezar por respetarnos a nosotros mismos y defender con determinación la agenda progresista para la salida de la crisis. Una agenda que incluya el asalto democrático a los gobiernos antisociales del PP, pero que sea capaz también de ofrecer un rumbo de progreso y justicia social para una década. Atrás deben quedar aquellos falsos mitos de los acuerdos de Estado con los que la derecha busca gobernar el país desde la oposición, y con los que ciertos sectores de la izquierda a menudo terminan enredados en un bucle infinito que siempre termina favoreciendo el avance de las fuerzas reaccionarias.
La izquierda debe hablar claro si pretende ser escuchada. Y matizo: claridad no es caer en la estridencia, la polémica estéril o la superficialidad. Ya hemos visto que ello solo conduce, antes o después, al cansancio social y a la irrelevancia política. La claridad requiere de ideas sólidas, de horizontes definidos y de planes colectivos que incluyan a todos los agentes necesarios para impulsar el cambio deseado.
En primer lugar, debemos romper con los mantras heredados del neoliberalismo y que incomprensiblemente una parte de la izquierda ha terminado comprando. En especial en relación al debate de los impuestos. La izquierda debe recuperar el ritmo a la hora de confrontar modelos ideológicos, y no terminar abocada a realizar pequeñas enmiendas a los planes de otros, que a la vista de la experiencia no eran tan irrefutables como se presentaban. En España y en Europa es necesaria una reforma fiscal fuerte que revierta la falta de recursos públicos y la carga de estos sobre los trabajadores –asalariados o autónomos–.
Ello, evidentemente, pasa por revisar a la baja los impuestos que estos tramos poblacionales más sufren, en primer lugar el IVA. Un impuesto con un diseño claramente regresivo, que castiga más a quienes dedican mayor porcentaje de su renta al consumo y que grava a las pequeñas empresas y a los autónomos con un coste de gestión que en muchas ocasiones resulta inasumible. Su naturaleza de impuesto comunitario provoca que su reforma sea más compleja, pero debe estar en nuestra agenda la reducción de su peso en la cartera de las clases trabajadoras del país.
También requeriría atención la situación de IRPF, que ha ido perdido capacidad redistributiva en los últimos años. No es casual que fuera en 1991 –un año antes de la gran reforma del IVA– cuando el tipo máximo del IRPF pasó del 65,5% al 53%. Hoy en día el tipo del tramo máximo se sitúa en el 47%, un 18,5% menos que en 1991. Un lujo para los que más ganan, que se amplía gracias a los regalos fiscales operados en comunidades autónomas como Madrid, que centran su política fiscal en deducciones lineales del impuesto, favoreciendo de nuevo a quienes más renta tienen.
Siguiendo este sucinto repaso, resultaría conveniente también reclamar la efectiva imposición de dos impuestos que han sido objetivo de la propaganda neocón en el último tiempo: el impuesto de patrimonio y el impuesto de sucesiones.
El primero de ellos ha de servir para reducir la dependencia de la economía española del rentismo y del ladrillo. La acumulación y la generación de rentas improductivas generan patrimonios cada vez mayores sin reportar riqueza para el país. Y la Comunidad de Madrid es un auténtico paradigma de esta riqueza improductiva. Y por tanto, una revisión patriótica de dicho impuesto, debería poner en primer término el fomento de una riqueza que revierta socialmente, que cree puestos de trabajo, que innove y que favorezca el desarrollo económico. La propiedad es un derecho nuclear de nuestro ordenamiento jurídico, pero la misma debe estar condicionada por los intereses de la comunidad, es decir, por la utilidad social del bien en cuestión como establece el art. 33.2 de la Constitución Española y las Sentencias del Tribunal Constitucional 37/1987, de 26 de marzo y 89/1994, de 17 de abril.
En segundo lugar, el impuesto de sucesiones. Podemos compartir que debe ser revisado, aunque por motivos bien diferentes a los esgrimidos por sus detractores. El objetivo debe ser que las clases trabajadoras no perciban en el mismo un ataque a las herencias que son fruto del trabajo de una vida. ¿Acaso tienen las mismas oportunidades los hijos de los grandes de España que heredan millones de euros que aquel que hereda la casa de sus padres? El matiz es relevante y afecta al sentido mismo del impuesto. Se trata, en definitiva, de apuntalar un sistema de oportunidades reales para todos sin depender de su origen o sus apellidos, y hacerlo en base a la capacidad económica del contribuyente, con igualdad, progresividad y no confiscatoriedad, como establece el artículo 31.1 CE.
Ahora bien, una agenda progresista para la próxima década no puede girar en torno a los mismos debates de siempre, y debe estar abierta a incorporar las demandas sociales de nuestro tiempo. Debemos elegir la mejor acepción del Estado, aquella que le presenta como ente activo y ágil frente a los mercados internacionales, como un agente vivo ante las transformaciones digitales que cuida y protege, pero que también estimula y multiplica las oportunidades de la sociedad. Una verdadera cooperación público-privada, alejada de concepciones mercantilistas, que asuma que el crecimiento económico está íntimamente relacionado con la capacidad creativa del cuerpo social, y que la riqueza no es más que el producto final de una larga cadena de valor en la que intervienen multitud de ciudadanos anónimos.
Avanzar en este sentido requiere una nueva planificación y un horizonte estratégico estatal en tres ejes:
- Estado emprendedor: mantener una visión del Estado activa en la economía, que garantice que su peso efectivo se corresponde con su poder de negociación ante los mercados y otros Estados. El Estado democrático no puede ser un mero guardián de las ortodoxias del mercado, sino que debe proteger y hacer avanzar a la sociedad que lo conforma. Frente a la visión del Estado de 2008 como sistema judicial-policial en los miles de desahucios en favor de la banca, queremos un Estado que ayude a la revitalización del parque de vivienda, que genere empleo verde y que sea capaz de garantizar la soberanía alimentaria.
- Estado transformador: necesitamos generar estructuras que afronten uno de los mayores retos civilizatorios jamás enfrentados, el cambio climático. Como responsables del mismo, tenemos esa deuda con el resto del planeta y el deber de afrontarla con urgencia si no queremos dejar un escenario apocalíptico a las generaciones que nos sucedan. Frente a la ideología del “sálvese quien pueda” o del “tanto tienes, tanto vales”, debemos adquirir una perspectiva social, colectiva, en tanto es la única compatible con una transición ecológica real. El mercado ha demostrado ya su clara ineficacia para afrontar retos que se reflejan inmediatamente en un balance de cuentas. Sin ir más lejos, en el futuro deberemos decidir qué hacer ante situaciones de sequía, y para ello no podremos depender de la autorregulación que propongan las hidroeléctricas, dado que han demostrado anteponer sus beneficios al ahorro de recursos. Es, por tanto, necesario afrontar qué sectores deben regirse por criterios colectivos y sociales, y en consecuencia defender su nacionalización y gestión social.
- Estado social: la historia nos ha enseñado que los mayores avances sociales han venido de la mano de grandes proyectos colectivos. Modelos en los que la colaboración y la defensa de los elementos más vulnerables de la sociedad era una prioridad. Garantizar la educación universal, proteger a todo el mundo ante la enfermedad o la adversidad, son valores humanistas a los que no debemos renunciar. Un auténtico sistema de derechos universales y garantizados es el primer paso para una vida plena, y constituye una de las guías que debieran estructurar cualquier proyecto político trasformador. No se trata solo de salvar lo que podamos, se trata de ampliar el catálogo de derechos y de fortalecer una sociedad más igualitaria y protectora.
Hay quien dice que la democracia no es más que una sucesión de eventos electorales. A las negociaciones para la formación del gobierno nacional les suceden las precampañas de las Comunidades Autónomas, la negociación de coaliciones y finalmente las elecciones, para, acto seguido, abrir un nuevo ciclo equivalente en el nivel superior. Hablar de política es hablar esencialmente de elecciones, y por ello hay debates que nunca terminan de celebrarse. En esta democracia acelerada, en ocasiones es necesario aislar ciertos debates del coyunturalismo de la agenda mediática y partidista y poder pensar, en mayúsculas, hacia dónde queremos ir.